miércoles, 16 de febrero de 2011

Poemas y Cuento de William Smith Piscoya Chicoma

William Smith
POEMAS                                                                                                            


SI  ACASO

Si acaso un día (de estos u otros días) te animas
a sentir como sale el sol frente a tus ojos cerrados,
a cambiar de nombre a los amigos y a las calles,
a escribir tu nombre sin la ache muda (esa letra terrible),
a mirar la lluvia sin que lluevan tu ojos de calandria asustada,
a visitar menos los sepulcros donde ya no más existen nuestros muertos,
a no hacer correr a tus hijos tras la escuela (de hace tanto tiempo) ni tras su niñez (de hace tanto, tanto tiempo),
a creer menos en Dios y más en la fe de tus propias creencias,
a burlarte de los mudos-fraudes, los ciegos-fraudes, los cojos-fraudes, los mendigos-fraudes de la entrada del templo,
a encontrar un amante y dejar para siempre la viudez,
a no ser independiente sino sin-pendientes,
a cambiar de celular, de correo electrónico y por una semana no te encuentren tus hijos, la gente del trabajo,
a mudar de casa y por un año no te persigan tus hermanas, tu madre, tu marido difunto,
a contemplar sin zozobra como zozobra el ocaso,
a dejar de pensar que se muere para seguir viviendo,
a vivir pensando que sigue la vida si no llega la muerte,
a leer El elogio de la madrastra o dibujar y pintar tus propias tetas,
a cantar mientras trabajas, te bañas, te pones las medias o haces el amor,
a quedarte dormida sobre la computadora y la idiotez de tu jefe,
a pensar en el amor como un poema recompuesto o una canción que habías olvidado,
a brincar el calendario y convertir en sábado al viernes y dormir hasta las 12,
a  comprar ropa interior sin el prejuicio particular de tus ancas de potra,
a no temer el infierno que aprendiste con las dominicas,
a no esperanzarte mucho en el cielo de los franciscanos,
a dejar que el joven nuevo de la oficina te mire las piernas sin ruborizarte,
a asociar el futuro con el presente y desechar el pasado (no al revés),
a percibir cada final de los meses el burbujeo incesante de tus ovarios,
a escuchar a Serrat y Sabina o a los pájaros azules de Canción de verano,
a olvidar leer el periódico y recordar siempre beber una buena copa de vino,
a ir por  la avenida sin vergüenza de mover el trasero convencida que su oscilación es tan natural como tu mirada, tu voz, tu cabello,
a desconfiar en el espejo y tus propias percepciones y creer más en cómo te observan  los muchachos de la esquina,
a llegar tarde a la reunión de empelados y también a no llegar,
a convencerte que la enfermedad es un visitante durmiendo en el departamento y que a cualquier hora puede despertar,
a rezar menos por el mundo y los tiempos actuales y más por tu mundo y lo que te deparará el tiempo,
a interesarte siempre por la mala salud de tu libídine y nunca por la buena salud de tu alergia,
a recordarte todo el tiempo que puedes dejar para mañana lo que no quieres hacer hoy,
a llevarte bien con tus nuevas fantasías y muy mal con tus viejos recuerdos,
a asumir tu locura frente a la desnudez de tu cuerpo en la ducha y no dejar de hurgarte,
a tomar la siesta,
a renunciar a confesarte,
a sobresalir tu edad (la verdadera),
a excederte en el maquillaje,
a mandar al carajo a tu jefe,
a desistir de la soledad,
a abandonar el pudor,
a regresar tarde a casa,
a adueñarte de la noche,
a no figurarte eterna,
a saberte… mortal.

Ferreñafe, 20 de marzo de 2010.



AMO TU FORMA

Amo tu forma de amar.
Tus formas. Tu tamaño. Tu locura.
Tan sólo por eso te amo, y por más.
Nadie me ha convenido que te ame, por eso me he enamorado de tu color, de tus pies, de tu presencia de fiesta, de tu historia de canción de cortometraje.
Por eso te amo. Por la libertad de tu amor en el mío.
Por la libertad de mi amor en tu corazón.
Y también, por la libertad de mi amor en tu cuerpo, es que te amo.
Desde que te conozco estás impregnada en la brisa y en las palabras que escapan de mi alma
y prorrumpen por mi boca, de la  tierra, por el mar, de tu amor.
A veces creo pensar que has vuelto de un mundo donde jamás anochece
por la luz despierta de tus ojos y por el encendido de tus senos en medio de la noche.
A  veces olvido que he morir y construyo una fonda en el último acantilado de Puerto Eten
para estar allí contigo hasta siempre.
Y por que la pasión de tu amor es como una lluvia de flores de rocío encima de mis ansias
(durante el amor), o como la mirada de un ángel abatido tras el bastidor ( después del amor)
es por eso que te amo, y por más.

Amo tu forma de amar.
Tus contornos. Tu moda. Tu religión.
La manera como el mundo cree en tus señales. En tus modales. En tu autonomía.
En todo aquello que justamente tú no crees. Por eso te amo.
Por que reinventas la función que tienen los nombres sobre las cosas esenciales
y el tiempo sobre la palabra
y la palabra sobre la historia
y la luz sobre las gaviotas que pasan volando tan cercanas al ventanal.
Y por que siempre  no hay pilimilis o hilos multicolores o alfileres sin punta
entre tus cabello sin crinar.
Y por que cantas a Celine Dion y te apasiona Almodóvar
y no dejas de creer que Dios sí pude estar en todas partes, pero que nunca ha estado en Perú
y que también jamás lo estará.
Por tu nombre que contradice a los elementos y tú eres los elementos, es que te amo.
Por que todos te miran y no te alcanzan a ver completamente
puesto que hay un límite entre sus ojos de ciempiés y tu caminar de océano.
Y por que nadie puede tenerte toda puesto que tú posees todo a la vez
por eso te amo, y por más.

Amo tu forma de amar.
Tus esquemas. Tu talante. Tu sentido del humor.
El modo como están distribuidos tus sueños, tus temores, tus deseos, tus hormonas.
La forma de confiar en el pronóstico del tiempo y en ningún tiempo en el tiempo que te queda por vivir. Por eso te amo. Por eso.
Cerca de ti siempre vuelan inquietas las palomas de los parques
y cuando caminas son música azul tus caderas de leona joven y feliz.
Y por que te aplaude el viento y te celebra el verano
y por que me llamas con tus pensamientos y eres dócil y sumisa y resignada, es que te amo.
No vayas a dejar de sonreír porque se enfría el planeta.
Ni de cantar porque se mueren los pájaros en las cubiertas.
Ni de soñar porque no remontarían las mareas.
Ni de bailar para que sigan creciendo los niños y las plantas.
No dejes de mirar la tarde para que sea infinito el poema.
Ni avivar tu aliento de fruta y tu deseo de fuego.
Y por que me miras y el alma se te abre como una claraboya al sol
por eso te amo, y por mas.

Amo tu forma de amar.
Tus recuerdos. Tu régimen. Tu ideología.
Lo que cuentas sobre tu niñez junto a las montañas y un río
y tan lejos de tus padres divorciados.
Tus paseos de vacaciones en bicicleta al pie de la  playa atardecida e insomne.
El espanto de tu primer período. Tu morbo por las cosas dos veces limpias y tres veces  secretas. 
Lo que crees sobre la política, el amor, el sexo, la muerte y más allá de la muerte.
Lo que temes de Dios y de la vida y lo que la vida todavía no te ha dado, a pesar de Dios.
Lo que escondes entre tu pubis de grana y tus axilas de impúber.
Y por que tus manos me alcanzan hasta donde llegan mis sueños, y más.
Por tu palabra de lluvia y tu piel de cerezas.
Por tu voz de agua, por tu figura de viento.
Por que vienes de los Andes y tu idioma es de tierra.
Por tus manos de nieve, y más.
Por tu matiz de luna, y más.
Por  tu cabello de sol, y más.
Por que la mañana es limpia y el amor es sereno
y el corazón se me llena de canciones y golondrinas gráciles
cuando yo
te escribo.

Ferreñafe, 31 de mayo de 2010. 

VOCACIÓN


Esta vocación tuya. Propia, secreta, hierática, de ser, de estar.
De llamarte como la lluvia y esperar cada tarde un crepúsculo que se retrasa.
De viajar por años tras un sueño de borrasca en un barco de papel.
De ir siempre, como a una pregunta, buscando una respuesta a tu pavura, a tu ternura, a tu locura.
De volar por la vida como una golondrina después de un verano feliz y ya expropiado, sin ninguna pretensión privativa de mujer con prole, con libídine, con ardor.
De asociar tu sexualidad con el amor y a tus sueños con el cielo prometido de tu religión.

De adosarte, de adularme. De absolverme, de abstraerte.
De estacionarte en la playa anochecida como una estrella varada o un lucero errático, después del amor.
De madurar en tus manos, como dos ciruelos, mis fingimientos, mis presunciones, mis afectaciones u otras petulancias.
De caminar por el mundo buscando quien me absuelva y ayude a sobrellevar mis hartazgos y extravíos.
De fingirte una doble cinematográfica y sufrir los roles más cotidianos, menos substanciales, más peligrosos.

Esta vocación tuya. Cristiana, piadosa, sentimental, de simular, de olvidar.
De asumir a Dios como a un vecino que siempre no está en casa y al demonio como un intruso que siempre está husmeando entre tus bragas y sostenes de nylon.
De mirarte proyectada en el espejo y reconocerte fémina, fiel, verídica, casi virginal.
De cuidar de tus pies idénticos como de dos niños y de tu corazón como una hoguera en el alba que no se puede -que no se debe- extinguir.
De crucificar los deseos de tus ojos, los apetitos de tus manos, las ganas de tus senos, los afanes de tu clítoris.

De dolerte a ti misma cuando nieva un recuerdo de niña sobre tu cabeza de pájaro sin idioma ni coloración.
De adaptarte, de adoptarme. De eximirme, de exentarte.
De caminar sola por la soledad del parque solitario y triste y recién atardecido.
De despertar primera y dormirte última como un faro titilante en el alta mar de tus días y allá en el fondo de tu función marital.
De saberte perjura cuando finges una nostalgia y fingir una alegría cuando no aciertas a perjurar.
De pensar en tus hijos como dos milagros ejecutados por Dios y no por tu vientre de sirena.

Esta vocación tuya. Pertinente, íntima, solemne, de amar, de condonar. 
De entender la muerte como al mar los marinos más antiguos (sin ninguna animadversión, con no poca solemnidad y entusiasmo).
De conciliar los adioses con la esperanza y la esperanza con la Eternidad incierta de tu fe.
De asomarte a los cuarenta con la misma aptitud -para llorar, para soñar, para ser feliz- de la impúber de tu adolescencia.
De no escapar al dominio de tus ímpetus, tus desasosiegos, tus concesiones, tus acatamientos de hija, de mujer, de madre, de post-madre.
De entrar en mis dudas como en una playa y esconderte tras la arena, y husmearme tras las piedras, y descubrirme cubierto de tu ausencia y necesidad.

De extinguirte, de excitarme. De hesitarme, de escindirte.
De llamarme por el único nombre que no tengo y por no saber el que, en realidad, escondo.
De escalar hasta el más alto otero de mi avidez de bestia y dejarte caer sin prisa, sin ropa, con unción, con   frenesí.
De llamarte ola, lluvia, manzana, miel, calor, río, lápiz, canción, o cualquier otra circunstancia del tiempo u otra exigencia de mi urgencia mayor.
De tener vocación por vivir, para amar, por soñar, para morir, por ser, por estar, sin más que sólo tu pura y única y genuina propensión vocacional.


Ferreñafe, 02 de diciembre de 2010.




QUÉDATE

Quédate con tus 23 y no vayas a dejar de caminar por la calle
con tu gorra de aviador y tus zapatillas de muchacho.
Entra en la cafetería y espera que alguien te hable de la noche, del mar o de cualquier otra cosa,
es mejor que permanecer en casa controlándote el periodo, el acné, el clima de la mañana
que ha de humedecer muy temprano tu acera, tu jardín, tu loco corazón insurrecto.
No dejes nunca de pensar en ti como en una ciudad o como en un velero de aguas recónditas,
y en mí como a un inmigrante sin hotel o como un marinero sin puerto a punto de varar.
Haz de cuenta que no es el tiempo lo que avanza o se detiene, sino el río, el amor,
el soplo de un beso sobre tus ojos entrecerrados.
Y no te alejes demasiado del estanque de aguas dormidas que es mi deseo.
Ni de mi silencio de pájaro. Ni de tu forma de descubrirte feliz como una marmota en febrero.
No te asustes por que llamo siempre a tu puerta como un ciego,
no siempre el pan y el vino que recibo es vasto para mi avidez de escribiente.
Quédate con tus manías de puritana mayor que no consiente faltar a misa y al confesonario,
pero sigue inclinando tu balanza a la aventura de tu amor en timo.
Duérmete en mi pecho y despierta entre mis manos que han viajado toda la noche
las montañas de tu cuerpo sin límites.
Quédate con tu pelo de viajera a la ventanilla y con tus labios de pájaro frutero:
llama mi nombre por la carretera en verano, pica la manzana de mi corazón dormido.
Y no te conformes con pasar por mis libros, entra en sus poemas
y nómbralos como los reyes lo hacían con sus árboles y sus cisnes, con sus esclavos y comarcas.
Ofrécete a la tarde y a las alas de la tarde
y ensaya volar otras azoteas fuera del territorio de tu deseo heterosexual,
pero no sueltes mi mano para salvarme de la rutina de la noche sin alas.
Quédate para siempre con tu edad de célibe y no dejes de imitar a Elena de Káprica
con sus minifaldas de popelina pedaleando a todo aire su bicicleta rosa.
Haz de cuenta que no es el azar el que entra o sale, sino la playa, el amor,
el vuelo de un palabra muy cerca a tu oído en sosiego.
No devuelvas a la felicidad tu alegría de petirrojo ni al sol tu lumbre de estrella titilante.
Quédate con tu concepto nihilista del matrimonio
y con tu noción entusiasta de la salvación de las almas.
Anda siempre como Urco silbando por plazas y parques una balada de figuras.
Y no pierdas nunca tu voz de gaita. Ni tu lengua de durazno.
 Ni tus ojos de voyeur. Ni tus caderas de potra.
Y sobre todo no renuncies jamás a tu amor en ejercicio de su propia libertad.
Y no abdiques a tu risa y ternura.
Y no dimitas a tu peso y medida.
Haz de cuenta que no es la muerte la que asecha y desiste, sino la luna, el amor,
el roce de unos dedos sobre tus pezones crispados.
No te vuelvas actriz de otras vidas.
No te hagas intérprete de otras canciones.
No te mires reflejada en otros espejos.
No te cuides de no tener prole y pecados como se tiene bragas o recuerdos.
No te finjas adulta, puntual, inequívoca, temporal.
Quédate con tus 23. Quédate como ahora.
Pequeña como una cereza.
Dócil como un pañuelo.
Limpia como la lluvia.
Secreta como una plegaria.
Sin miedo como la noche.
Desnuda como el vacío.
Así como ahora. Así, ahora que yo, viejo,
me principio -me regreso-
a enamorar.


Ferreñafe, 24 de enero de 2011.

 


 PORQUE TU AMOR

Porque tu amor es sereno y frágil como el anillo en el dedo de una novia dormida
y tus ojos miran más allá de mis sueños de nómade.
Porque siempre estás parada al filo de mis ansias
y me tomas de la mano cuando me desploma el silencio.
Porque te pareces al verano por tu color de sirena y a la estrella por tu ternura y a la noche por tu pasión.
Porque eres joven y libre como una ola sin botes y como botes sin remos y como remos sin manos.
Y porque habitas mi corazón de día y de noche y de día y de noche hablas a mi corazón.

Porque hay de gaviota en tu voz y de viento y de luz en tu pelo de feria
y porque entras y sales de mi corazón con la facilidad de la luna en el río o la del sol en la playa.
Porque hay de fuego en tus ojos y de tormenta y de sed en tu vientre benigno   
y porque nada te detiene cuando sigilosa y desnuda atraviesas mi deseo.
Porque te quedas dormida sobre mi pecho y despiertas al otro lado de tus dudas y miedos.
Porque me alimento de tus senos, en tus manos, de tu pubis, en tu boca, de tu ardor, en tu alegría.
Y porque ocupas todos los espacios de mi alma y tu alma ocupa todos los espacios de mi pensamiento.

Porque tienes el olor azul y taciturno de los cipreses dormidos
y tu risa es una casa con ventanas sin persianas llena niños y música.
Porque crees en el vaticinio de los sueños
y es tu vida un sueño que no acaba de empezarse a soñar.
Porque con sólo mirarte se enciende el varano y surgen las aguas y maduran las frutas.
Porque te alimentas con el alpiste de las aves y te vistes con la seda de las flores y te educas con los signos de los astros.
Y porque crees en la resurrección de los cuerpos y tu cuerpo ha conseguido mi absoluta resurrección.

Porque hay un nido de pasionarias y siemprevivas en tu pecho de copos 
y una estela de canciones y poemas en tu palabra sin fondo
y un puente de roces y caricias en tus manos múltiples.
Porque sólo basta tu nombre para entender a la lluvia
y tu efigie para modelar a los peces.
Porque nada te mantiene oculta y todo te descubre.
Porque nada te sostiene y tú sostienes al mundo.

Y por tu origen de montaña o danza o fiebre o amuleto
o tu pasado de semilla o fuego o sangre
o tu presente sin marcas o señales
o tu destino de remota o cercana galaxia...
Por eso es que no termino de soñarte,
de adorarte,  de poseerte, de consumirte.
Por eso. Sólo por eso, es que no te digo,
es que no escuchas 
mi adiós.

 

Ferreñafe, 10 de febrero de 2011



William Smith

 CUENTO

 DESTINO*

Gonzalo Vilcabana estaba sentado en su sillón de fieltro a un costado del cadáver de su mujer. No se había movido un solo instante y permanecía con ojos absortos y vidriosos mirando el ataúd. La habitación era un salón vasto con falso piso de cemento, muros de adobes enlucidos con amasijo de yeso, decorados con retratos de familia y cuadros de horizontes marinos, y techumbre de tejas verdes, donde del centro pendía un lamparín chino a querosene que esparcía una luz amarilla y titilante. Los vecinos que lo acompañaban, sentados en sillas y bancos de madera sin labrar, se habían dispuesto en el contorno del recinto, y en el silencio de la noche que irrumpía, se escuchaba el zumbido desapacible de los insectos y el viento sumiso de septiembre que soplaba, afuera, entre los pinos y cipreses dormidos del  jardín.

Se habían casado en diciembre, en la fiesta de Santa Lucía, en una boda frugal pero acudida, y en la que después de muchos años, desde la muerte de sus padres, Gonzalo Vilcabana volvió a tocar la armónica de su adolescencia. Célfida Carrillo había sido el amor de toda su vida. La amó desde siempre, aún antes que todos advirtieran que él no sólo volvió por retomar la posesión de la finca de su padre (en seguida que se retiraron los soldados y el pueblo fue devuelto a las autoridades civiles, y otra vez se construyeron las casas y se sembraron las tierras), sino porque también ella había regresado. Con su madre anciana y un hermano menor, ella se instaló en un viejo corralón a las afueras del pueblo, y muy pronto puso un negocio donde vendía frutas, arroz cocido y hervidos de carnes a los viajeros de Inkawasi y Batán Grande. Él empezó a ir por la cena casi al anochecer, pero poco después se supo que el hermano de la joven, muy temprano, iba hasta la huerta de Gonzalo Vilcabana llevándole el desayuno, y al medio día el almuerzo que Célfida Carrillo se esmeraba en preparar. Por eso a nadie en el pueblo admiró, la media tarde de ese primer domingo de febrero, cuando juntos escucharon la misa central, acompañaron en la procesión y se la pasaron bailando toda la noche en la festividad de la Virgen Candelaria. Pocos meses después se hicieron prometidos y antes de las pascuas de navidad, y a casi a un año de su noviazgo avisado, el cura Francisco González los desposó en un matrimonio comunitario por onomástica del pueblo.

  Nadie había podido convencerle que a pesar de todo debía alimentarse. Permanecía allí, sobre el sillón de fieltro, sin perder de vista el cajón marrón laqueado en el fondo de la habitación. Se le había aguzado el perfil y sus labios habían sido cubiertos por una delicada cutícula de sebo cárdeno, bajo el bigote amputado de pelusa negra. No contestaba un solo saludo ni enjugaba una única lágrima, sólo miraba sin pausa el cadáver recién estrenado de su mujer. Ni la lluvia irreprimible que fustigó al pueblo después de las once, lo pudo inmutar. Era como si también él estuviera muerto y ya acompañaba a Célfida Carrillo en la aciaga noche de la muerte. Cerca de las dos de la madrugada, cuando los vecinos se marcharon y ya el viento había cesado y sólo se oían en la calle a los primeros barrenderos del amanecer, se puso en pie, fue hasta el corral con paso entumecido y le aprovisionó alfalfa fresca y agua corriente a Destino, su garboso e inseparable caballo bayo. Luego regresó a la habitación, a continuar sumido en el inalterable contemplar de la esposa yaciente.
 
  Al día siguiente de las nupcias, Gonzalo Vilcabana se llevó a la familia a su casa de siempre, a un costado del Parque Principal, donde vivió con Asunción Vilcabana y Lorenza Sánchez hasta antes de sus muertes. En el segundo piso dispuso la habitación de sus padres para ellos dos, habilitó el almacén que lo convirtió en recámara para la anciana tísica, y el cuarto de su infancia y juventud lo consignó al niño, a quien incorporó como hijo propio desde ese primer día de desposado. La casa de los Vilcabana Sánchez volvió a florecer con la diligencia insaciable y la innata alegría de Célfida Carrillo. Fue ella quien resembró el jardín con las flores más vistosas que se conocían en el pueblo, colocó bancos de tornillo y silletas de guayaquil en el corredor de atajo a la sala, pintó motivos patrióticos en la fachada blanca y colgó enredaderas de poncianas en las dos ventanas del segundo nivel. Desde muy temprano se escuchaban las guarachas y los valses de su radio portátil, que alegraban las mañanas calurosas del barrio iluminado. Se despertaba muy temprano junto con su marido, le alistaba el baño de la mañana, la muda de labor, le servía el desayuno en el comedor y lo despedía con un beso de matrimoniada radiante en la puerta principal.

  Con los primeros gallos, Inocente Calderón lo encontró solo, aún despierto y sin perder de vista a su mujer exánime. Ni siquiera se atrevió a saludarle. Se sentó sin ruido en el banco de junto a la puerta de entrada y permaneció en silencio con una extraña sensación de lasitud, que surgía de la comprobación de su incapacidad para no poder salvar del dolor y la desolación al amigo de toda su existencia. No habría podido articular una sola palabra. Un nudo a la altura de la garganta lo asfixiaba desde la tarde del incidente, y desde entonces no hacía más que suponer  la condición fatal de su infortunado compañero. En la habitación que despertaba al nuevo día funerario, Inocente Calderón pensó que otra vez la vida le fraguaba a Gonzalo Vilcabana la peor de las apuestas, que en ese mismo momento debería tener el cuerpo agarrotado por la noche y la madrugada mal llevadas, que su cabeza habría de ser un remolino de recuerdos insufribles e imposibilidades inminentes, su corazón una recóndita sajadura sangrante e irrefrenable, y en el vientre le estarían prosperando sin piedad los hongos de sequedad del desamparo humano. Se aterró con la idea de la eventualidad que por el impacto de la tragedia Gonzalo Vilcabana hubiera perdido la disposición del lenguaje, cuando en el silencio material de la sala recién amanecida, escuchó “Oiga, compadre”.

  Desde el primer día en la casa de los Vilcabana Sánchez, Célfida Carrillo instaló el régimen inviolable de la rutina doméstica. Consignó al pequeño hermano el cuidado de los achaques de la madre enferma, y relegó todo su tiempo al mantenimiento del hogar y a la consagrada asistencia del joven esposo. Tan pronto Gonzalo Vilcabana abandonaba la casa, ella emprendía con irresistible frenesí su diligente quehacer hogareño. Lavaba los pisos con agua de jabón y lejía, regaba y repodaba los jardines con tijeras de sastra, alimentaba con granos y pastos frescos a las gallinas y las palomas, los conejos y los cuyes del corral, fregaba la ropa que colgaba en el corredor asoleado de la traspuesta, y cocinaba a leña sus célebres sancochos que aromatizaban el recinto y estimulaban el gusto de los vecinos inapetentes. Y era ella también la que llevaba el almuerzo hasta la parcela de Gonzalo Vilcabana, a la salida del pueblo. Se la veía atravesar el Parque Principal en la pasión inflexible del medio día ferreñafano, recorrer con presteza la calle Real, franquear el puente de la acequia Grande y perderse entre los parajes diversos de la línea del tren, con su vestido estampado de girasoles, sus sandalias romanas de cuero ligero, su pañoleta roja de seda y el cesto de alambre del fiambre de su marido. Almorzaban juntos a la sombra de los algarrobos en la loma de la alquería sembrada de arroz carolino, y después de las tres hacía la travesía de regreso cantando a media voz los temas de las guarachas y los valses que aprendía de memoria en la radio portátil, y casi siempre con el canastillo del almuerzo repleto de mangos del pie y ciruelas de fraile, que a su paso iba regalando entre los conocidos del camino. A las seis de la tarde, con la precisión inequívoca de la juventud y la belleza de sus veintiséis años, otra vez se la veía alegremente ataviada, canturreando su amor y alegría con su voz de tordo dichoso y cocinando yucas dóciles y asado de caballas frescas, para esperar con la merienda tibia al marido labriego.

  Inocente Calderón salió bruscamente de su vahído. Se puso de pie y se acercó hasta el sillón de fieltro. Cabizbajo, con el sombrero en las manos, no miraba a Gonzalo Vilcabana, ni el ataúd, ni la luz que se adentraba por las claraboyas e instalaba el día en el salón dominado por el aliento de la muerte. Sólo escuchaba esa voz pedregosa y astillada que resonaba dificultosa como el escurrir de un aniego contenido, y que le pedía que fuera ahora donde el alcalde y comprara al contado el segundo nicho de la cuarta fila del pabellón San Hilarión del cementerio del pueblo, que al regreso entrara a la Parroquia y le requiriera al padre González que la misa de difunto la previera para pasada las cuatro de la tarde, que donde el chino  Liau comprara una corbata negra de tafetán, un par de frascos familiares de Nescafé y media docena de cajas de galletas de soda, y al pasar por el mercado Central consiguiera a cualquier costo las tres más grandes coronas de lirios y gladiolos para muertas accidentales. Inocente Calderón ni siquiera se atrevió a decirle que casi todo lo tenía ordenado y que sólo iría por los nimbos de flores claras. Él lo había previsto todo la tarde misma del suceso de ese domingo fatal. Tan luego supo la noticia determinó que sería él quien pagaría la fosa de Célfida Carrillo, y en la ubicación del cementerio donde ella habría querido dejar sus vestigios de difunta prematura: muy contigua a la sepultura de su padre. El párroco no le quiso cobrar la misa y fue él mismo quien dijo que sólo celebraría la ofrenda después de las cuatro, cuando el viento de la tarde ya habría enfriado las cubiertas, los embaldosados y las gradillas del templo recalentados por la entusiasmo desenfrenado del verano insidioso. Resolvió también que la corbata que llevaría Gonzalo Vilcabana sería la suya, que sólo la había usado en los entierros del subprefecto Solís y el dirigente estudiantil Luis Ángel Antonio Cevallos, y el café negro y las galletas de soda ya estaban en la cocina desde la misma noche del suceso mortal. Sólo cuando se ahogó la voz de cascada de pedruscos de Gonzalo Vilcabana, Inocente Calderón llevó su mano diestra hasta el hombro del viudo, y aún sin mirarlo y haciendo un arranque prodigioso para que le brotara palabra de su boca impedida, dijo: “Sí, compadre, voy”. Y salió de la habitación contaminado por el suplicio de sufrimiento y desesperanza del amigo apesadumbrado.

  Casi al anochecer, Gonzalo Vilcabana regresaba de su plantío montado en su caballo cobrizo. A veces él caminando, y su brioso animal arrastrando un ligero armatoste de listones trabados donde acarreaba los herbajes y las frutas de sus cosechas. Entraba por la puerta de asistencia de un costado de la vivienda, que conducía directamente a la borda de los animales. Célfida Carrillo y su hermano menor le ayudaban a descargar. Luego tomaba un baño fresco y se servía la cena en el comedor, con la puerta y las ventanas abiertas, para desde allí contemplar el parque a la luz de las farolas lúcidas de neón, y mientras merendaba, Célfida Carrillo le refería las novedades del día en el pueblo. Después pasaban a la sala y allí se quedaban solos, hasta muy tarde de la noche, oyendo en la radio las tonadas de los nuevos bailes costeños, espantándose los zancudos y charlando ligeramente de todo. Fue una de esas noches refrescadas por las primeras garúas de esa primavera que se apuntaba, cuando Célfida Carrillo le dio la noticia: para noviembre tendrían su primer hijo. Él estaba extendido en el petate de enea y se incorporó en el acto, impulsado por la vertiginosa potencia de su corazón feliz. Fue hasta ella, que se sentaba con las piernas reclinadas en el sillón de fieltro, muy cerca de la radio de música tropical, y pidió a su mujer la promesa que lo llamaría con un solo nombre y como su abuelo paterno: Félix.

  Después de la misa de cuerpo presente el cortejo luctuoso enrumbó al cementerio Viejo, al fondo de la arboleda encallejonada por los ficus centenarios. Tras el ataúd con el cadáver de su mujer, Gonzalo Vilcabana iba caminando despacio, con una camisa blanca de dril, la corbata negra de tafetán de los sepelios del amigo, una leva marrón de cuatro faltriqueras y un sombrero de palma de alas sin recoger. A su lado iba Inocente Calderón, que conducía de la mano al hermano menor de Célfida Carrillo, más atrás la anciana enferma que plañía un llanto ya sin fuerza que no parecía del mundo de los vivos, y más de reata aún el pueblo entero silenciaba su dolor en columnas de gentes advenidas de todos los andurriales del pueblo. Al cruzar el puente de la acequia Grande empezó a caer una garúa persistente que en unos pocos segundos empapó el mundo. Pero la multitud no apresuró el paso. Dejó que la lluvia aclamara con su caída el ingreso de la desdichada mujer al dominio intransferible de la muerte, y en el aire salpicado por las pequeñas gotas se respiró la pesadumbre insoportable de la tragedia local. Ya oscurecía en el campo santo cuando emprendieron a introducir en la bóveda el ataúd con el cadáver de Célfida Carrillo refrescado por el chaparrón fortuito de su última despedida. Entonces Gonzalo Vilcabana alzó por primera y única vez la cabeza, arrojó con potencia a la fosa un gladiolo marchito que había arrancado a una de las coronas de flores, y prorrumpió en el único sollozo que se le escuchó jamás. Sin embargo, unos minutos después, al tiempo que quedó sellado con caliza armada el sepulcro fresco de su esposa, volvió al silencio perpetuo de su corazón estropeado. En ese momento, Inocente Calderón lo tomó del brazo diestro y llevó su voz al oído del compañero:
       -Compadre- balbuceó apenas Inocente Calderón-, Célfida Carrillo se entendía con el hijo del tablajero Casiano.
       -Sí compadre- reconoció prontamente Gonzalo Vilcabana-, yo lo sabía. Por eso el domingo dejé que mi Destino le despedazara el pecho. 


*Mención Honrosa Concurso Nacional de Cuento y Poesía “César Abraham Vallejo Mendoza” 2008-Conglomerado Cultural